Se me hace raro un veintitrés de abril sin rosas, tenderetes ni aglomeraciones por las calles. Ya sé que en julio celebraremos San Jordi, si el COVID 19 nos lo permite. Y que pasearemos por las avenidas para saborear el fin del confinamiento, respirar aire del exterior, comprar flores y recrearnos en las últimas novedades literarias bajo la canícula del verano. Seguro que lo disfrutaremos más que nunca, aunque haga calor. Conocemos nuestra afición a valorar lo que hemos estado a punto de perder. Solo que la fiesta es hoy, y me cuesta renunciar a ciertas tradiciones. Especialmente a esta, tan directamente vinculada con mi profesión.
Imagino todos los ejemplares que en estos momentos están detenidos entre las máquinas de las imprentas, en los almacenes de los distribuidores o en las estanterías de las librerías clausuradas. Entre ellas, mi primera novela, La Voz de los Retratos. Tendría que haber salido a principios de abril y todavía está enclaustrada. ¡Pobrecita! Debe de estar inquieta y desorientada, si acaso un poco molesta conmigo pensando que la he abandonado. Me tranquiliza saberla acompañada de sus camaradas. Pero no hay vuelta de hoja. Por mucho que nos pese, las nuevas publicaciones tendrán que esperar para ver la luz.
Afortunadamente, los libros son intemporales y no tienen caducidad. Ya llegará el día en que se engalanen para ser presentados. Entonces esponjarán, tentadores, sus portadas para seducir a algún lector que esté dispuesto a acariciar sus páginas, descubrir su historia y rendirse ante su fascinación.
Feliz Sant Jordi.